El reloj de la Basílica: un legado que marca el tiempo
- Pedro Dutour
- 30 sept 2024
- 6 Min. de lectura

El reloj de la Basílica Nuestra Señora del Rosario y San Benito de Palermo, inaugurado el 12 de marzo de 1880 --un año antes de la llegada de los salesianos a Paysandú--, ha sido desde entonces un emblema perdurable de la ciudad. Este reloj no solo representa el implacable avance del tiempo, sino también el esfuerzo silencioso de aquellos encargados de mantener su preciso funcionamiento. En la actualidad, esa responsabilidad recae en Omar Ponteprino, de 72 años, un relojero que ha dedicado mucho tiempo de su vida a cuidar de este valioso y simbólico mecanismo.
Desde su instalación, el reloj ha estado en servicio durante más de 140 años, y sorprendentemente, sigue siendo fiel a su propósito original: marcar el tiempo con una precisión asombrosa. “El reloj está expuesto en un lugar sin ninguna cobertura que la proteja, expuesto al polvo del ambiente, a corrientes de aire y a la humedad”, comenta Ponteprino, “y a las vibraciones en estos días de restauración que se llevan adelante” en la Basílica, pero, aun así, en 15 años (tiempo en que él ha prestado su experiencia al cuidado específico de este reloj), ha venido dando al segundo”. Estas palabras reflejan no solo la resistencia del reloj, sino también la minuciosa labor de su cuidador.
A pesar del imponente tamaño, su dispositivo es sorprendentemente frágil. “Son mecanismos grandes, pero muy finos”, explica Ponteprino, señalando una diminuta rueda en la maquinaria que podría desajustarse debido a las vibraciones causadas, justamente, por las obras en la principal iglesia de la ciudad. Cada parte del reloj requiere atención constante, y su correcto ejercicio depende en gran medida del mantenimiento manual, algo que Omar se toma muy en serio.
Uno de los mayores retos que presenta el reloj es su sistema de pesas, que deben ajustarse regularmente para mantener la maquinaria en circulación. El reloj funciona sin ningún tipo de intervención electrónica. No tiene baterías ni está conectado a una fuente de energía externa; su funcionamiento depende exclusivamente de la intervención humana y de la exactitud con la que se ajustan sus componentes mecánicos. Las pesas, que pesan unos 100 kilos entre ambas, deben ser levantadas periódicamente para que el mecanismo no se detenga.

“Si las pesas bajan del todo, el reloj deja de funcionar”, explica Ponteprino. “Este reloj fue diseñado para funcionar por ocho días, originalmente”, aclara. “Cada ocho días tengo que venir a darle cuerda, pero por comodidad vengo dos veces a la semana. Si no subo las pesas, el reloj se detiene”. Esto, claro está, facilita la tarea. “Me queda más corto el tirón y lo pongo de vuelta en cero. El mecanismo en sí precisa del humano, digamos”, señala Omar con una mezcla de resignación y orgullo.
Las dos pesas son las que “hacen trabajar todo el mecanismo”: el tren de engranaje de la marcha del reloj, por un lado, y el de la sonería para las campanas, por otro. “Hay una presión que las hace bajar”, remarca.
No obstante, mantener este sistema manual no ha estado exento de incidentes. En una ocasión, hace décadas, debido al corte de la linga que la sostiene a la máquina una de las pesas cayó desde el techo hasta una sala en la que se encuentra la pila bautismal, afortunadamente sin causar daños mayores ni herir a nadie. Por eso, se toman esos recaudos, además de añadir una plataforma de hormigón al final del trayecto de las pesas.
Este sistema de cuerda manual es uno de los pocos en su tipo que aún se conserva en pleno funcionamiento en el país.
La ingeniería detrás del tiempo
El reloj, que mide el tiempo con la precisión de un péndulo, es un testimonio de la avanzada ingeniería de finales del siglo XIX. Este péndulo de 1,3 metros de largo y con un disco de 40 centímetros de diámetro, que es el corazón del mecanismo, regula todo el movimiento. “Si lo ajusto, puedo regular la hora para que sea precisa. Un segundo de diferencia en el péndulo puede parecer insignificante, pero afecta todo el mecanismo”, explica Omar, subrayando la fidelidad meticulosa requerida en su trabajo.
Cuando se instaló en 1880, Paysandú carecía de una referencia horaria pública, lo que llevó a una campaña ciudadana para adquirir un reloj que marcara las horas para la comunidad. El diario El Comercial, una de las publicaciones periodísticas de por entonces, llegó a declarar: “ni siquiera sabemos a qué hora mueren nuestros muertos”, reflejando la urgencia de contar con un sistema de tiempo confiable. Así, se encargó a un relojero de Buenos Aires, Víctor Chiabrando, el envío del reloj que costó 1.400 pesos fuertes oro.
Aunque el origen del reloj sigue siendo un misterio --podría ser alemán, francés o inglés--, su diseño y materiales son de una calidad indiscutible. Forjado en hierro fundido y bronce, el reloj se erige en la Torre Sur de la Basílica, donde, mediante una ingeniosa combinación de engranajes y cuerdas, las pesas mueven las agujas que marcan las horas en las tres esferas visibles desde la ciudad. Las que, por cierto, se prevén restaurar ante su deterioro, y así mejorar la visibilidad y que la hora se observe con claridad desde cualquier parte de la ciudad.

El reloj se colocó sobre un soporte de hierro y madera. Este, a su vez, se amarró a un piso de madera, el cual se remozó recientemente con las últimas reparaciones. El aparato está en perfecta armonía con la campana de 450 kilos, ubicada un piso más arriba (se sube por una empinada escalera de madera sin barandas), que se hace sentir en las horas y media horas, accionada por medio de un martillo conectado al reloj.
La regulación de la hora se realiza en una pequeña esfera piloto, instalada en el mismo puerto de la máquina.
La preservación del tiempo
El reloj ha necesitado reparaciones a lo largo de los años. La primera ocurrió en 1975, después de 95 años de servicio ininterrumpido. Fue Agustín Brutten, otro maestro relojero, quien llevó a cabo la tarea junto a su hijo Eduardo, y otros colaboradores locales: Baldomero Rodríguez, Antonio Tito y Juan Suffet.
La segunda restauración significativa ocurrió en 2010, cuando Omar Ponteprino asumió la labor de devolver al reloj su precisión original. “Había un dicho: ‘andás mal como el reloj de la iglesia’”, recuerda Omar, señalando que los problemas se debían principalmente a la falta de mantenimiento.
La subsistencia de esta tecnología del siglo XIX no ha resultado tarea fácil. Requiere de una vasta experiencia y un conocimiento profundo de los mecanismos antiguos, algo que Ponteprino ha adquirido a lo largo de sus 52 años de carrera. “Este es un oficio que se está perdiendo. Hoy en día, pocas personas saben cómo trabajar con relojes antiguos”, lamenta, aunque con el orgullo de ser parte de una tradición que conecta el pasado con el presente.
Además de cuidar el reloj de la Basílica sin remuneración alguna, Ponteprino también ha trabajado en otros relojes históricos de Paysandú, como el del Banco República y el de avenida España.
A pesar de su edad y del tiempo que ha transcurrido desde que el reloj fue instalado, Ponteprino sigue manteniéndolo en funcionamiento con los mismos principios que se utilizaron en su origen. “Lo que se hizo fue ajustarlo y mantener la maquinaria original lo más intacta posible”, señala refiriéndose a esa reparación reciente en la que se dieron vuelta los casquillos de las piezas desgastadas para aprovechar las partes que aún conservaban las medidas originales.
“Pero prácticamente no hay desgaste. Te das cuenta de la construcción que tiene. Es fundición, es bronce, no hay aleación ni nada del estilo. Vos fijate el engranaje la terminación que tiene. Se fabricó en el mil ochocientos y ya había máquinas que hacían esto, porque esto no es hecho a mano. Hay tornería, fresadora, todas esas cosas”, detalla.
Y ahonda: “En los engranajes nunca pueden trabajar dos materiales duros o dos blandos. Va un bronce con un acero. Porque dos materiales duros se gastan. Para que dure, va uno blando con uno duro”. Y señalando una rueda dentada de bronce, pregunta retóricamente: “¿Sabés que esto nunca se gastó? No tienen ni filo los dientes. Están como de fábrica. Es impresionante”.
Un legado vivo
El reloj de la Basílica Nuestra Señora del Rosario y San Benito de Palermo sigue marcando el paso del tiempo, no sólo como un medidor de horas, sino como un símbolo vivo del legado y la persistencia de generaciones de relojeros que, con esfuerzo y dedicación, han mantenido su funcionamiento a lo largo de más de un siglo. Ponteprino forma parte integral de esa historia.
El tic-tac del reloj sigue resonando en las calles de la ciudad, un recordatorio constante de que, mientras exista quien lo cuide, el tiempo seguirá su curso, fiel y preciso como siempre. Y los sanduceros, contentos.
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