Perpetuamente
- Pedro Dutour
- 3 abr 2020
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 19 jul 2022
El Monumento a la Perpetuidad, cementerio sanducero del siglo XIX, es una joya artística y arquitectónica de gran valor histórico que forma una destacada parte del patrimonio nacional.

+++
El lugar donde yacen los muertos no tendría por qué estar privado de imaginación, de buen gusto, de arte. Hay un sitio que combina en todo su esplendor esas prerrogativas: el talento italiano, toneladas de mármol de Carrara y la belleza artística del siglo XIX. Ese enclave se llama Monumento a la Perpetuidad, ubicado en Paysandú y durante algún tiempo conocido en la ciudad como “cementerio viejo”. Una necrópolis encantadora en su amplio sentido de la palabra, con panteones de película, simbologías profundas, en un entorno colmado de diferentes tipos de árboles y de un trazado, caminos y canteros, bien pensado.
Manuel Stirling y Nicolasa Argois, oriundos de Mercedes, formaban uno de los matrimonios con más alcurnia de los alrededores. Se trasladaron a Paysandú porque Manuel fue nombrado juez allí y compraron una estancia llamada Rincón de Lencina. En el Monumento a la Perpetuidad ocupan el mausoleo “más imponente y más bonito”, según dice Juan Moreira, guía de museos departamentales de la ciudad.
Cuenta con 12 metros de altura y lleva 50 toneladas de “puro mármol” de Carrara, confeccionado por el escultor italiano Giovanni Del Vecchio. Lo mandó hacer Nicolasa en 1898, ocho años después del fallecimiento de su esposo, y pagó por él 60.000 pesos de la época (en realidad le costó 50.000 pero dejó 10.000 más como propina porque quedó “encantada” con el trabajo).

El amplio espacio que ocupa el monumento, encerrado por balaustradas, es dominado en lo alto con las figuras de la pareja, él sentado en actitud patriarcal y ella de pie en sentido servicial, señalando hacia abajo donde hay una niña y un niño, que están en pose de ruego o adoración ofreciendo flores. Se creen que eran los ahijados de Manuel pero hay leyendas que aseguran que el niño sería un hijo de él con otra mujer. Y ella, allá arriba, “lo estaría retando, diciéndole que se hiciera cargo” del chico, relata Moreira.
Dos ángeles coronan el panteón y un tercero custodia la entrada, el ángel Muriel de la justicia, espada en mano apuntando al suelo -“un símbolo masón importante”- con gesto arrogante y soberbio. Dentro, hay un altar y debajo la tumba, donde descansan los restos de Manuel y Nicolasa en dos urnas de mármol. Además, a la estructura lo rodean ocho columnas de color rosillo, en honor a las ocho yeguas rosillas de Manuel Stirling. “Es tan increíble este monumento que la Sociedad de Arquitectos del Uruguay puso una plaqueta con una mención para destacar una de las obras arquitectónicas más impresionantes del país”, subraya el guía.
Producto del desarrollo
Este cementerio tomó vida, valga la contradicción, de la mano de las transformaciones de la ciudad de Paysandú en el siglo XIX. Al incrementarse la población y la zona urbana, las autoridades vieron la necesidad de dejar de usar un cementerio que funcionaba cerca del centro. Se trataba de una cuestión de higiene. Es así donde comenzaron a colocar a los muertos en la zona donde hoy está el Monumento a la Perpetuidad, un predio -el doble respecto a la actualidad- donado por la familia Galán y Rocha.

Las primeras obras funerarias datan de 1840, cuando se colocaron a los que pasaron a mejor vida en los nichos del ala sur y norte. “A partir de 1851 hasta 1855 empieza a ver cambios importantes que hacen que este lugar se convierta en cementerio público”, comenta Moreira. Uno de los dueños del lugar, Luis Galán y Rocha (hoy el hospital público de la ciudad lleva su nombre), que había vivido en Argentina y Europa, regresó para hacerse cargo de algunos bienes familiares, entre ellos este sitio, sobre el que decidió reconvertirlo.
En 1852 empezó a perimetrar el lugar, algo que le salió alrededor de 1.870 pesos uruguayos de la época. Luego en 1854 se hizo el osario común, una fosa de dos metros de profundidad ubicada al lado de la capilla que supo albergar los restos de Leandro Gómez, el prócer de la defensa de Paysandú de 1864-1865. El objetivo del osario era colocar a los N/N, pero claro, el héroe de la Heroica no podía seguir allí y fue rescatado por el doctor Vicente Monrell, único médico que atendió durante el asedio brasileño.

En 1854 también se colocó el pórtico de hierro de la fachada y en 1859 se levantó la capilla -donde se celebraban los velatorios y funerales antes del enterramiento-, una construcción conducida por los mismos arquitectos de la Basílica (los hermanos Poncini) que resultó clave, según relata Moreira, para que Paysandú sea declarada ciudad en 1863 de la mano del jefe político Basilio Pinilla.
El toque de glamour al cementerio arribó con la influencia de los inmigrantes italianos, grandes propulsores de la economía y comercio sanduceros que, además, llevaron a que la muerte ya no sea un asunto tabú y que, en torno a ella, se monte “una especie de ritual” a través de monumentos y panteones. En 1858 se montó el primer monumento con mármol de Carrara, que correspondió a la familia de Santiago Lasarga, fallecido el 15 de abril de ese año “a los 51 años menos cinco días”, de acuerdo a su epitafio.
Con este cementerio sucedió lo mismo que con el primero: la ciudad lo envolvió y lo hizo inviable. Así, en 1881, bajo la ley 1.555, se lo declaró Monumento Departamental a Perpetuidad. “Bajo esa ley se prohibió realizar enterramientos en el lugar y también trasladar algún tipo de restos. Sí estuvo permitido hasta alrededor de 1920 que, aquellas familias que ya tenían monumento, nicho, panteón o parcela comprada sí podían traer restos reducidos en urnas desde otro cementerio, pero siguiendo ciertas normas. Si había fallecido por causas naturales tenía que estar cinco años enterrado en otro cementerio; y si era por epidemia o enfermedad infecciosa, entre 10 a 15 años de enterramiento”, detalla el guía Moreira.
En 1887 Luis Galán y Rocha contrató a un agrimensor de apellido Guerrín y decidió transformar el cementerio como es hoy en día, una necrópolis, un cementerio ciudad, con caminos estilo afrancesado, con árboles traídos en su mayoría de otros continentes, como la magnolia, el ciprés o diferentes tipos de pinos, en conjunción con nativos como el timbó o el jacarandá. “La idea era tratar de reducir el impacto negativo y de mala vibra al visitar un cementerio y hacer un panorama un poco más alegre”.
El dueño al centro
El valor patrimonial, escultural y arquitectónico se realza en este caso con el sentido simbólico: cada animal, flor, antorcha, ángel, no están colocados al azar. Son símbolos que hablan de la personalidad, de lo que pensaban las familias, de la ostentación que hacen -está claro que era un cementerio sobre todo para la clase alta-, sobre qué sentían acerca de la muerte y la vida, qué tanta influencia había de la masonería y el cristianismo.

Uno de los mausoleos más particulares es el del propio Galán y Rocha, erigido sobre donde se cree habían enterrado a su madre, Luisa González -emparentada con Manuel Belgrano- varios años antes y cuyos restos no fueron encontrados cuando construyeron el cementerio. La madre de Luis falleció al darlo a luz. El dueño del predio, cuando vendió y distribuyó las parcelas, se encargó que su monumento quedara al centro y que todos los caminos del lugar confluyeran a él.
El monumento posee una escalera de granito y en su parte superior, en mármol, se luce una figura femenina con un niño en brazos -que sería el propio Luis- y dos niños al lado, que suponen son los hermanos Ladislao y Lizardo. Más abajo, sobre los costados, hay un busto de Galán y Rocha y otro de su tía, la que lo crió cuando pasó su infancia en Buenos Aires. En la zona baja, esculpidas delicadamente, flores unidas por cintas, mirando al suelo, marchitas, expresando tristeza. Se observan rosas, símbolo de pureza y amor, flor de lis, en representación de la alta cuna a la que pertenecían, amapolas cerradas, en reconocimiento hacia la muerte.
Esta obra también pertenece a Del Vecchio, pero hay otras del marmolista genovés Juan Azzarini, Santo Sacommano y José Livi, el mismo que edificó la estatua de la Paz en la plaza Cagancha en Montevideo. Usualmente, se encargaban los modelos a través de catálogos y luego el escultor se reunía con la familia para determinar el modelo y los detalles. El trabajo demoraba entre uno a dos años, eran traídos en barcos y descargados en el puerto sanducero, desde donde lo montaban en carretas tiradas por bueyes hasta el cementerio.
El Monumento a la Perpetuidad tiene lugar a su vez para los restos de la hermana de Juan Antonio Lavalleja, Josefina, que estaba casada con un comerciante de Paysandú de apellido Iglesias y que murió en 1850. Yace Felipe Argentó, militar destacado que cayó en la defensa de la ciudad en 1865, en un mausoleo tallado con laureles, símbolo de gloria y victoria, y por un ancla y una cruz, significando la esperanza y la fe. El doctor Monrell, masón, tiene su homenaje en el cementario, con un panteón de columnas y figuras geométricas -pero no se saben si sus restos están verdaderamente allí debajo-, al igual que los caídos de la revolución del Quebracho y al soldado desconocido.
Patrimonio nacional
Durante buena parte del siglo XX, el Monumento a la Perpetuidad careció de los cuidados necesarios para este tipo de lugares. Escasa atención en el cuidado de los mausoleos y las tumbas, del entorno, sin visitas guiadas, sin un manejo de las colecciones y de la conservación, y visto por mucha gente como un lugar oscuro. Hasta que el 29 de enero de 2004 la historia comenzó a cambiar para este sitio emblemático: fue declarado Monumento Histórico Nacional. Y dos años más tarde, este predio de 80 por 100 metros y con más de 80 monumentos y tumbas, pasó a integrar la dinámica de los museos al ser erigido el primer cementerio museo de Uruguay.
Así se generó un espacio de visitas guiadas, con guías cada día, y un programa educativo. El lugar luce impecable y luminoso. Enrique Moreno, uno de los coordinadores de Museos de la Intendencia, contó que forman parte de la Red Nacional de Cementerios que a su vez integra la Red Iberoamericana de Cementerios Patrimoniales avalada por la Unesco. “En 2010, ganamos el primer encuentro de la Red Iberoamericana gracias a la gestión educativa en cementerios patrimoniales”, afirma con orgullo.
Ahora esperan conseguir fondos para la restauración y reparación de los monumentos, y concretar un centro de visitantes, con su oferta de merchandising correspondiente. “Tener un cementerio con oficina, con un programa educativo, con horarios, que integra una red, nos dan méritos para captar fondos internacionales y traerlos a Paysandú para la restauración y reparación, que es lo que más complicado por los costos y la falta de técnicos especializado en patrimonio funerario”, ahonda Romero. Todo sea por sostener este lugar lleno de magia y magnetismo. La muerte también puede significar vida.

Comments