Kenia se hace querer
- Pedro Dutour
- 8 may 2020
- 8 Min. de lectura

Volar desde Ginebra, Suiza, con escala en el aeropuerto de Bruselas, Bélgica, y llegar a Nairobi, Kenia -ocho horas mediante-, genera notables sensaciones de contraste. Había dejado atrás la pulcra suiza, a la coqueta ciudad ginebresa, y arribaba a una terminal aérea en la cual lo primero que debí hacer fue pagar 30 dólares de visa para luego salir a la zona de llegadas y encontrarme con un desorden en el que había un montón de gente esperando por su gente. Bajo una luz lúgubre, se amontonaban decenas de personas que apenas se dejaban ver ante la negritud de su piel. Muchos llevaban carteles, en inglés y en swahili. Este sudamericano con descendencia europea -aunque no muy blanco, por cierto- sacó la cámara de fotos porque le parecía divertido retratar a ese público con pancartas en un idioma que sí conocía pero que del otro no tenía ni idea. Solo el “hakuna matata” del Rey León, frase en swahili que significa “está todo bien”, “no hay problema”, y que los kenianos la repiten hasta la saciedad. Lo de la cámara resultó mala idea porque enseguida se me abalanzó un guardia de seguridad para pedirme que la guardara: me dijo que estaba prohibido tomar imágenes dentro del aeropuerto Jomo Kenyatta. “Ok, sorry”, y adelante. Al salir a la noche cerrada de Nairobi, la capital del país, nos esperaba en el estacionamiento George, el simpático chofer de una van blanca. Luego de convencer a algunos otros choferes de que no íbamos a ir con ellos sino con George, salimos rumbo al hotel, que quedaba a unos 15 kilómetros de distancia. La escasa red lumínica en el camino no dejaba visualizar el paisaje, aunque en algún momento me pareció pasar por al lado de un estadio de fútbol. La camioneta avanzaba lenta, esquivando baches. George sonreía, con las manos al volante a la derecha, manejando por la izquierda. “Hakuna matata”. Estaba clarísimo. En el hotel nos recibieron con un “karibu” (bienvenidos), otra palabra en swahili que los kenianos iban a repetir con ahínco. Kenia empezaba a llegar al corazón. Más aún luego de degustar un espeto corrido al mejor estilo brasileño en el que te ofrecían carne todo el tiempo de todo tipo hasta que se te iba el hambre de tanto ver comida. El menú incluía cocodrilo.
Camino al andar La luminosa mañana del día siguiente me mostró Nairobi con todo su ímpetu. Una ciudad ubicada a más de 1.600 metros de altura -ni se nota el efecto, a decir verdad-, un tanto desperdigada entre parques, cruzada por avenidas, sin un trazo urbano claro, más bien chata, con pocos edificios altos. El centro se ubica en torno al Central Park, en el cual hay un campo de golf y pista de atletismo, y alrededor de la vieja estación de tren, legado de los colones ingleses. El ferrocarril lleva tiempo sin funcionar. Por allí también se encuentra el Parlamento, la catedral y las principales oficinas públicas y privadas. El transporte público, los ómnibus, son escasos y chicos, casi todos ellos azules. Transitan casi siempre abarrotados. La gente prefiere caminar. Y caminar mucho, muchísimo. Se observan personas caminando todo el tiempo, por todos lados, a toda hora, no importa la distancia, el clima ni el humor. Con una gran elegancia -las mujeres en particular, con esos vestidos coloridos-, los kenianos patean su ciudad a grandes zancadas. Los niños suelen ir a la escuela, que muchas veces quedan a varios kilómetros de distancia, a pie. Uno ahí comprende un poco más porqué suelen ganar las carreras de 5.000 o 10.000 metros. Unas cuadras más hacia el suroeste, se ubica Kibera, el cantegril más grande de África con unos 500 mil habitantes, en una urbe de unos tres millones. Allí se encuentra la mayor precariedad que uno pueda imaginarse, una pobreza que se repite en la periferia de Nairobi y en otras partes de Kenia y, claro está, de África.

Pero la capital keniana también puede albergar a la tercera sede de la ONU en importancia -luego de Nueva York y Ginebra-, en un establecimiento emplazado en la zona de embajadas -frente a la de Estados Unidos, que sufrió un atentado terrorista en 1998-, donde circulan mejores autos y se levantan mejores casas. Un parque impecablemente cuidado circunda el edificio, hermosos árboles y flores pululan en sus jardines, mientras te cruzás con niños y niños de colegios que acuden de visita. Entre tanta frondosidad de verde, aflora la tierra rojiza, típica de esta zona.
La sede de la ONU, obviamente, no es termómetro para conocer el ambiente de un lugar. Así, salimos para Kajiado, una zona fuera de Nairobi donde vive un grupo de massai, una de las 42 tribus que hay en una Kenia de más de 43 millones de habitantes. Nos estaban esperando. Las mujeres, porque los hombres habían sacado a pastear a sus vacas -todas jorobadas, literalmente- y recién volverían en semanas. Había unas cuatro o cinco casas, construidas con barro, pero dignas, simpáticas. Más amables ellas, que nos recibieron con cantos tradicionales massais, vestidas con sus ropas súper coloridas -rojo, amarillo, verde, azul- y los collares y pulseras grandes y pequeñas que hacían resonar al movimiento de manos y cintura. A la simpatía la acompañaron con la venta de sus artesanías típicas. El merchandising no tiene fronteras ni raza ni color.
La siguiente actividad, al otro día, fue en la estación de energía geotermal Hell´s Gate National Park, en Naivasha, otra vez en la periferia de Nairobi. Además de aprender cómo generaban la energía en base al vapor, de conocer que la energía eléctrica no llegaba ni al 15% en todo el país, de saber que los ingenieros se les iban a Europa por mejores salarios, nos mostraron los grandes tubos que lo transportan: estaban diseñados de tal manera que en algunas partes del tramo se abrían como arcos dependiendo el animal que pudiera pasar por allí. Para jirafas era el más alto.
La mancha rosada Llegó entonces el momento de salir de la capital. Emprendimos rumbo hacia el noroeste, en la camioneta de George. El chofer ya nos había tomado mucha simpatía. “¿Cuándo volvés?”, me preguntó. “El año que viene”, le contesté. Quizás se atrase la promesa… El viaje resultó ser un tanto accidentado, en el que los 160 kilómetros que nos separaban de Nakuru, la cuarta ciudad del país, se sintieran como 300 o 400 kilómetros. La van iba a los saltos por tantos pozos; debimos transitar por la banquina buena parte del camino al encontrarse en reparación la ruta. Además, tuvimos que detenernos por controles de la policía, siempre bien armada y colocando unos pinchos en medio de la carretera que nunca darían ganas de escapar.

Nakuru es una ciudad de medio millón de habitantes, con un pequeño centro, con ferias a lo largo de sus calles, donde venden de todo, los productos colocados en alfombras sobre el pavimento o sobre la tierra. En un parque, donde tocaba un grupo al estilo de las iglesias protestantes, había un cartel con una pistola pintada y una ralla que la cruzaba. Allí no se podía ingresar armado. En esta ciudad nos recibió el alcalde y nos llevó a lo que sería la junta departamental, un salón con asientos de madera escalonados tipo tribuna. Explicó que Nakuru es “the ideal town to invest in”, que están muy avanzados en el cuidado del medio ambiente y que su lema es “bidii huleta kufaulu”, es decir, “el esfuerzo lleva al éxito”. Un rato después salimos a visitar la joyita de la zona. El lago Nakuru y su parque nacional. Al ingresar te “saludan” unos monos que si te descuidás se te meten en la camioneta y te roban la comida. Enseguida, te encontrás con el enorme lago y la belleza de ver a lo largo de su costa miles y miles de flamencos. Visto desde arriba, como lo llegamos a observar, es igual a una hermosa mancha rosada. En el parque corretean además una gran variedad de ciervos, de jabalíes, de búfalos, de cebras, de jirafas y de hienas, que sonríen todo el tiempo aunque no sepas porqué. El tour prosiguió, en la jornada siguiente, hacia el lago Baringo, a casi 100 kilómetros al norte de Nakuru. El trayecto en ruta mejoró notoriamente y logré fijarme un poco mejor en el paisaje. Campos y campos de café y té, pueblitos con una precariedad extrema -sin pavimentar, casas con techo de chapas, bicicletas herrumbradas-, gente caminando por todos lados. Por allí cruzamos el ecuador. Por supuesto, George detuvo la camioneta y nos sacamos la obligada foto señalando con el dedo índice el cartel. En Baringo existe un proyecto para acopiar agua, tanto para el consumo de la población como para el riego en época de seca. Allí lo único decentemente edificado son unas construcciones coloniales, bien británicas, que se utilizan para el turismo. Encantadoras por cierto. Sus chalés tienen dormitorios en los que las camas están totalmente protegidas por mosquiteros. El bar del lugar se llama la “Cabra sedienta” y el complejo cuenta con piscina, pool y una sala de estar ideal para tomarse un té a la cinco de la tarde. En la vuelta por el lago, embarcados, me emocioné al encontrar hipopótamos y cocodrilos. Estaban ahí, muy tranquilos. Por la noche cayó una tormenta espectacular, de esas en el que cielo parece caerse sobre la tierra, que hizo aún más placentera la estadía en Baringo.
¡Es un rinoceronte! Para llegar hasta Baringo habíamos cruzado un arroyo que, antes de llover, era transitable. Tras el chaparrón había crecido considerablemente y para continuar la gira debíamos pasarlo sí o sí. Al llegar a la corriente de agua había sobre ambas costas un montón de personas que debían “ayudarnos”, propina mediante, a vadear el arroyo. George atemorizado no se animaba al principio. Nosotros esperábamos expectante. De repente aparecieron unos chicos vestidos con camisas rosadas, el uniforme de su colegio. Ellos también querían contemplar la hazaña o la tragedia. Al cabo de unos minutos, nuestro chofer se animó y, despacito por las piedras, fue avanzando. Los muchachos lo animaban mientras caminaban junto a la camioneta, uno por delante dirigiendo, con la camiseta negra de los Chicago Bulls y la número 23, gritando palabras en swahili hasta que, finalmente, estábamos del otro lado. Aplausos para George. “Hakuna matata”, decían todos. Confortado, el conductor emprendió con avidez rumbo hacia el parque nacional de Aberdares. O sea, volvimos sobre nuestros pasos hacia Nakuru y luego nos adentramos hacia el este. El verde intenso de esta zona tropical se hizo más evidente. En Aberdares tomamos un contacto aún más directo con la vida salvaje. Allí nos movimos en dos lugares. Primero en lo que sería una estancia colonial, preciosa, bien cuidada, con un personal que te atendía a las mil maravillas, sobre una colina y desde la cual se desplegaba un paisaje de colinas y montañas. “Karibu” por acá y “karibu” por allá. Los pavos reales que se pavoneaban por sus jardines. Todo impecable, todo muy british.

Igualmente, lo emocionante fue cuando fuimos, ahí cerca, a lo que llaman “el arca”, un hotel con forma de, justamente, un arca. La idea es que en ese establecimiento se aprecie de bien cerca a los animales que habitan en el área. Sobre la proa hay sillones y bancos para observar, allí abajo en una zona despejada en el que hay un laguito, a los bichos que se le ocurran aparecer: cebras, búfalos, elefantes, jirafas, hienas, rinocerontes… Sobre la popa, en cambio, se acude a mirar pájaros, de todo tipo y color. Antes de llegar nos dijeron que por la noche suenan sirenas en las habitaciones para avisar que hay animales en la zona de la proa. Un pitido, un elefante, dos pitidos, un rinoceronte, tres, una jirafa y todo así. A eso de las tres de la mañana sonaron dos timbrazos. Me despertaron al toque. Dudé en levantarme como cualquiera lo haría a esas horas. A esa altura del viaje tenía un cansancio espectacular. En esas deliberaciones, me dije “tá bien, voy, seguro que no hay nadie”. Muy equivocado. Cuando llegué a la proa estaban todos los del hotel -algunos incluso en el bar-, casi todos de pijama, mirando fascinados un rinoceronte, que se había quedado quietito ante los potentes focos que lo iluminaban. Previo a la vuelta a Nairobi, donde partiríamos nuevamente hacia Europa, hubo tiempo para salir de safari, bien temprano por la mañana. Fascinación total. Muchos búfalos, algunos dormidos no nos dejaban libre el paso. Varios elefantes, algunos con sus crías. Un leopardo allá a lo lejos. Alguna jirafa. Una enorme cantidad de ciervos, cebras y jabalíes. En el medio de todo, un verde esplendoroso, junto a una vegetación frondosa, también encantadora. Al cabo de las horas nos dio ganas de ir al baño. No había opción. Había que bajarse y hacer las necesidades lo más rápido posible. Fuimos advertidos. Saltamos de la camioneta y arriesgamos. No pasó nada. Es obvio: “hakuna matata”.
* Crónica publicada originalmente en la edición de marzo de 2013 de la revista Seisgrados.
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