Hoy por mí
- Pedro Dutour
- 4 jul 2020
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 6 jul 2020

De pruebas de la vida, saben muy bien los trasplantados. Del sufrimiento, que para algunos son muchos años, son transportados por un camino de esperanza hasta que llega el momento esperado y deseado, que les cambia la existencia para mejor. Que les hace observar cada situación en su justa medida. El rigor del tiempo previo templan estas almas que transmiten optimismo. +++
El trasplante de órganos y tejidos en Uruguay es una práctica referente en la región, con número superiores a la media de América Latina, de la mano del Instituto Nacional de Donación y Trasplante de Células, Tejidos y Órganos, dependiente del Ministerio de Salud Pública, de la financiación del Fondo Nacional de Recursos, y del apoyo de organizaciones como la Asociación de Trasplantados del Uruguay (ATUR).
Un sistema aceitado y que todo ciudadano sea donante --a menos que manifieste expresamente lo contrario-- convierten en ejemplo a nuestro país en este aspecto. Los trasplantes de riñón, pulmón o hígado, en el caso de los órganos, de córnea o piel, en el caso de los tejidos, y de médula ósea, entre las células, pueden salvar vidas. Por lo pronto, cambia radicalmente la existencia.
De madre a hija
“Mis riñones se fueron encogiendo hasta que no funcionaron más”. Paula Yacobucci, 48 años de edad. Hace 14 fue trasplantada de riñón, donado por su madre, Mabel Parentelli. “Fue todo horrible, se me vino el mundo abajo. Terminé internada cuatro días en el CTI; cuando desperté no sabía dónde estaba, lo que me había pasado. Me explicaron que tenía que hacer diálisis urgente para no morir”.

Paula Yacobucci (Foto: Milton Cabrera)
Paula contó a que durante un buen tiempo --desde 1985-- sufrió de infecciones, pero los médicos no le ordenaban ningún análisis exhaustivo y así estuvo hasta que en unas vacaciones en Montevideo comenzó a sentirse sin aire (en un momento llegó a tener un imprevisto hinchamiento de piernas, “como de embarazada”). Asustada, volvió “volando” a Paysandú y acudió a urgencias. Ocurrió lo de siempre. Le dijeron que retornara a su hogar, pero allí los síntomas se repitieron: falta de aire. “No podía respirar, me ahogaba”.
Con un examen más a fondo supieron que esa asfixia era consecuencia de que los riñones no estaban marchando. “Todo fue muy de golpe. No caía en la dimensión de todo esto”, enfatizó Paula. Una vez que abandonó el CTI, pasó a someterse a diálisis tres veces por semana, cinco horas cada vez. “Yo era una angustia” en cada ocasión que debía pasar “por la máquina”, al tiempo que destacó la calidad y calidez de la atención del personal de Comepa. “Las enfermeras son hermosas, un sol”.
Lo que resultaba más llevadero el angustiante momento. Porque “es agotador e invasivo. Te conectan a la máquina y siempre te pinchan. Todas las veces lloraba, del dolor, de la angustia, por todo, te da impotencia, rabia”.
Paula tuvo la suerte de contar con la generosidad de su madre, por lo que no debió quedar pendiente de una lista de espera para aguardar por el trasplante. “En un principio dudé, le dije que no. No sabía qué le podía llegar a pasar, y le pedía que esperáramos por si aparecía un donante. Ella me respondió, 'vos quedate tranquila que todo va a salir bien'. Siempre con un carácter positivo, lo que me impulsó a seguir”. Eso sí, su mamá, que en ese momento sumaba 60 años de edad, debió aplicarse a estudios rigurosos para determinar si su riñón era compatible con el de su hija y si todo funcionaba correctamente.
Pasó un año y dos meses en diálisis hasta que arribó el día de la operación. O de las operaciones, porque madre e hija fueron sometidas quirúrgicamente al mismo tiempo en el hospital Italiano de Montevideo. “Con mucho nervio de mi parte, mientras mi madre estaba mucho más tranquila. Pero luego pensé que peor no iba a estar, ¿qué me podía pasar? Estaba en un tratamiento en el que no me quedaba otra que vivir esto. El riesgo era que el otro riñón no prendiera, podía pasar”. Hubiera sido “otro golpe”, y vuelta al diálisis. Pero sucedió lo mejor.
“Me cambió en un 100% la vida. Estando en diálisis no podés tomar agua, no podés comer muchísimas cosas”, dijo quien en aquel instante pesaba apenas entre 35 a 40 kilos, sintiéndose floja y con mínimas fuerzas para trabajar. “Ahora hago vida normal, aunque igual hay que cuidarse en las comidas”, se congratuló.
Cada seis meses viaja a Montevideo para hacerse un control, aunque en este tiempo de pandemia de COVID-19, no se trasladan y los exámenes se envían a la capital por email. “Los nefrólogos nos llaman y aconsejan, o cambian la medicación; van regulando según los estudios”, explicó Paula.
“Es otra oportunidad que te da la vida”, afirmó sin dudar. “Es importante que la gente done, que entienda que al donar salva una vida y mejora la vida de mucha gente”, continúa en una súplica para que todo el mundo sienta esa necesidad de hacer el bien al otro. “Después que te pasa esto ves la vida de otra manera. Antes te afligías por todo. Ahora valorás un montón de cosas, que si las tenés bien, y si no, no es el fin del mundo”, concluyó con una sonrisa esta oriunda de Carmelo.
Una herencia
Lo que se hereda no se roba y, lamentablemente, para Alfredo Ferrari, de 59 años, esa herencia vino significada con problemas renales. Por parte de madre. Tíos, algunos trasplantados, otros que han muerto, y dos hermanas, una en diálisis y otra fallecida. “Todos hemos tenido problemas de riñón, con poliquistosis, exactamente”, detalló Alfredo.
Una caída del caballo, mientras trabajaba con su abuelo en el tambo allá por 1974, terminó siendo providencial: su riñón izquierdo, lleno de quistes, fue extirpado. Eso le salvó de contagiar al derecho, al menos por tres décadas, hasta que éste comenzó a “no aguantar más”.

Alfredo Ferrari (Foto: Milton Cabrera)
Alfredo recordó que un día de diciembre de 2001, “con un calor tremendo”, “volaba” de fiebre: terminó en el CTI muy grave. Hasta que arrancó con el tratamiento de diálisis, día por medio, cuatro horas cada vez. Ya en 2002, se puso en lista de espera del Instituto de Nefrología y Urología del Uruguay (INU) para recibir un trasplante de riñón.
“Un tiempo estuve con la diálisis peritoneal, que es la que hacés en tu casa, pero no funcionó y pasé a la hemodiálisis, la máquina que hace la función del riñón. Al principio me costó aceptar la realidad. También por el líquido, no podía tomar nada, porque todo lo que consumía quedaba dentro del organismo. Diez años sin tomar mate y todo así”. Cada día que salía del tratamiento, volvía maltrecho a su casa: “Deshecho y sin ánimo, la máquina te exprime”, comentó Alfredo.
“Sabés cómo estaba, cada llamada a mi casa pensaba que para el trasplante”. Pero debieron pasar diez largos años para que el deseo se hiciera realidad. Alfredo adjudicó la demora a su tipo de sangre, RH Negativo, “más complicado” de compatibilizar.
El día que sonó el teléfono alrededor de las 23 horas con la buena nueva, Alfredo estaba acostado desde las 18.15, vapuleado por la diálisis. “Veían el teléfono que marcaba un número desconocido y no atendían; y mi hija más chica le decía a la madre que atendiera, que capaz era lo del trasplante para papá. Y resultó ser nomás. Que estaba el riñón para mí. 'Lo queremos, lo queremos', le decían ellas”, destacó con emoción. Siguió en el mismo tenor: “Quedé en el aire. Todos me llamaban, vinieron los vecinos. Fue tan lindo, tan lindo, un día que no me olvidaré jamás”.
La operación se programó para el día siguiente, el 10 de noviembre de 2011, en el hospital Italiano capitalino. Duró cuatro horas porque tenía una arteria tapada a causa del colesterol. Obtuvo el trasplante de un fallecido, cuyo otro riñón lo recibió un niño de diez años. “Ligué porque estaba sanito el riñón”, dijo Alfredo, quien manifestó que se sometió a la cirugía “sin miedo”.
“Mi vida cambió totalmente, hasta mejor que antes. Dicen algunos que no dura mucho, pero éste va a durar”, continuó con optimismo. “El apoyo de los familiares fue lo más grande, los que más me impulsaron, porque había momentos de querer entregarme y tirar todo. Mirá que estuve mal. Ellos me apoyaron y siempre estuvieron”, recordó con una mirada atrás a esos instantes duros que hacen dudar hasta al más fuerte.
Ojos que ven
Cuando tenía 18 años y estudiaba para los exámenes del liceo, a Silvia Suárez se le “empezaron a escapar las letras”. Era el indicio de un problema que terminó con trasplantes de córnea en ambos ojos, operados con una diferencia de tres años entre cada uno.
Silvia, de 55 recién cumplidos, dijo que una vez que la diagnosticaron y le dijeron que debía someterse al trasplante, tuvo una espera larga para concretar ese momento. El 15 de febrero de 1995 se operó un primer ojo; el segundo, el 25 de abril de 1998, ambas cirugías en el sanatorio Larghero (hoy Círculo Católico) de Montevideo.

Silvia Suárez (Foto: Milton Cabrera)
“Necesitaba esto pero a su vez me sentía triste porque sabía que una persona iría a morir. Pensaba que se trataba de una persona joven, padre de familia, un hijo, un hermano, que se iba a ir. Pensaba: necesito que alguien muera para poder yo ver. Esa era la pregunta. Pienso que todas las demás personas que se realizan trasplantes deben pensar eso, que alguien muere para que uno pueda seguir viviendo. En mi caso era ver”, reflexionó con mucho sentimiento.
Silvia padecía de queratocono, que sucede cuando la córnea --la superficie frontal transparente y en forma de cúpula del ojo-- se hace más fina y gradualmente sobresale en forma de cono. “Usaba lentes de contacto, entonces al pestañear, como estaba en el vértice del cono, me producía úlceras. Y eso dejaba cicatriz. Me tuvieron que tapar el ojo, estaba con antibióticos, y la córnea iba quedando muy débil hasta que llegó un momento que no veía. Me tenía que acercar mucho para poder ver, y de lejos veía manchas”, relató.
Dentro del seguimiento de rigor que debía someterse para observar si todo marchaba correctamente --incluso debía controlar los movimientos, como no agacharse o no hacer esfuerzos corporales--, Silvia debió tomar “mucha corticoide”, para que el organismo no rechazara el injerto de córnea.
Pero esa práctica tiene sus consecuencias. “Ataca los huesos y en mi caso me vinieron cataratas”. Para ello se operó en 2003 del ojo derecho. “El médico me dijo que recibí tanta corticoide para fijar la córnea que me hizo una catarata. En cuestión de 40 días me operaron y me pusieron un lente intraocular. Y tengo otra (catarata) en el ojo izquierdo, todavía controlándose”, afirmó Silvia. “No me imaginaba los imprevistos que podía tener”, confesó.
Como pasa con otros trasplantados, Silvia llama a “concientizar a la gente” para que sea donante. “Si uno puede ayudar a otro, por qué no hacerlo. Si se trata de una persona joven, es una manera de dar la vida a otros. Te vas pero sabés que ayudaste a otra persona a seguir viviendo”. Para terminar dando las gracias: “Me siento muy agradecida a la familia de mi donante. Por todo lo que me pasó, la espera, la angustia de estar esperando a que ocurriera”.
Ejemplo regional
La directora del Instituto Nacional de Donación y Trasplante de Células, Tejidos y Órganos (INDT), Milka Bengochea, dijo que Uruguay cuenta con cifras y tasas “más que aceptables y buenas comparadas” con otros países de América Latina.
“La tasa de donantes por millón de población es de 23 por millón, cuando la media latinoamericana no pasa de los 10 por millón”, explicó. Sin embargo, “si hay pacientes en lista de espera no estamos atendiendo todas las necesidades. Siempre hay que mejorar”, reconoció.
Ahora, la emergencia sanitaria declarada el 13 de marzo, debido a la expansión de COVID-19, supuso un freno para los trasplantes. “En enero y febrero tuvimos una muy buena tasa de donantes y trasplantes, tanto renales como hepáticos; siempre el pulmonar es más difícil y el cardíaco es muy poco frecuente”, detalló Bengochea.
En junio se reactivaron los trasplantes, pero entre mediados de marzo y mayo la práctica “cayó a pique” por la incertidumbre en torno a la parte asistencial y logística, que no pudiera haber camas en CTI. Por ejemplo, el trasplante renal se suspendió por completo durante dos meses --solo se hicieron de hígado-- porque ese paciente no corre riesgo de vida al poder vivir de diálisis.
En números, hasta el 20 de junio según el INDT, se realizaron 46 trasplantes de riñón, 14 hepáticos, 1 hepático-renal, 8 pulmonares, 5 cardíacos y 72 de córnea. En todo 2019, en tanto, hubo 155 trasplantes renales, 26 hepáticos, 13 cardíacos, 5 pulmonares y 210 recibieron injerto de córnea.
En referencia a por qué Uruguay maneja buenas cifras en torno a los trasplantes, Bengochea remarcó que hace ya 40 años que se trabaja en el desarrollo de un sistema nacional de donación y trasplante. Nombró tres motivos que sustentan esa aseveración.
“Una causa es la normativa, que se ha ido actualizando, acorde a lo que se necesita. Ahora todo el mundo es donante, excepto que en vida haya dicho que no quiere serlo”, dijo. “Por otro lado, el hecho de tener un instituto que se encarga de toda la obtención de órganos, tejidos y células, con colas de esperas únicas, muestra la transparencia en la asignación de esos órganos y tejidos que da confianza a la población en el sistema”, continuó.
“En tercer lugar, porque se ha trabajado muchos años con los formadores y educadores, a nivel de Primaria y Secundaria, con campañas a favor de la donación. También porque hay confianza en los propios equipos con buenos resultados en los trasplantes. Además porque la población es solidaria, que ha entendido, que está bastante formada, enterada sobre cuál es el tema. Eso favorece”.
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