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El amor en clave de adopción

  • Foto del escritor: Pedro Dutour
    Pedro Dutour
  • 18 ago 2020
  • 14 Min. de lectura

(Foto: Milton Cabrera)


Un hijo, una hija, es un deseo y un sueño al que no siempre se llega por el camino más pensado. La adopción es una alternativa muy presente y a la que muchas familias uruguayas aspiran, llenas de generosidad y amor, aunque el proceso resulte largo y tedioso.

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El paso para decidir adoptar un niño o un bebé puede contemplar varios motivos, desde la necesidad de evacuar una necesidad de los mayores --una pareja o una persona sola-- hasta la compasión por arropar una criatura que no ha tenido las mejores oportunidades. Pese a que el trayecto desde la salida hasta la llegada puede durar más de cuatro años, hay quienes siguen adelante con tenacidad y cariño. Otros, encuentran el camino inverso: primero adoptar y luego iniciar el proceso. Según el Instituto del Niño y Adolescente (INAU), hay 400 familias esperando ser evaluadas para adoptar y, a su vez, se encuentran 400 niños esperando para ser adoptados, de los cuales muchos no podrán ser entregados porque son adolescentes.

El actual gobierno maneja la idea --y se contempla dentro de la Ley de Urgente Consideración (LUC)-- de acortar los tiempos en el derrotero hacia la adopción, para que no pase de un máximo de 18 meses. También se buscará una descentralización del servicio y que no todo deba transcurrir en Montevideo, como hasta el momento, además de generar más recursos humanos para atender los diversos talleres que se brindan a los postulantes y así agilizar el trámite.

Las historias en torno de las adopciones son tantas como las solicitudes que llegan para acometer esa empresa. Aquí presentamos tres: dos casos sellados y uno aún en la dulce espera. (Los nombres de las personas que brindaron sus testimonios han sido cambiados por pedido de ellas mismas).

Hermanos

Raúl y Analía adoptaron dos niños que en su tiempo tenían 4 y 3 años, hermanos entre ellos. Desde que se inscribieron en la primavera de 2010 hasta que los chicos llegaron a su casa, debieron pasar cuatro años y medio. Y con el proceso judicial consecuente, completaron ocho años en vueltas por la adopción. De cualquier modo, no lo dudan: ha valido la pena. Y ponderan el procedimiento, más allá de los contratiempos.

“A nuestro modo de ver, el proceso está muy bien pensado, es fantástico y súper sincero, porque desde el día uno te dicen: 'no nos importa tu realidad, importa que el niño pase bien y nos tenemos que asegurar que el chiquilín mejore su situación'. Para el INAU, que el adulto esté cubriendo una necesidad es secundario”, comenta Raúl.

Eso sí, existe “un manto de incertidumbre” desde que “todos los días estás esperando a que te llamen”. “No tenés feedback. No podés seguirlo. Te anotás y te dicen más o menos lo que tenés que esperar, pero en ese lapso nadie te dice nada”, añade.

El camino comienza con la inscripción y continúa con una primera entrevista, entre funcionarios del INAU y los interesados en adoptar. En ese encuentro, se conversa, se toman más datos y luego a aguardar alrededor de un año para comenzar con los talleres con un asistente social y psicólogo del instituto.

“Son talleres para ver si estás preparado y si realmente querés seguir adelante. Te enfrentan a situaciones extremas, que tampoco son tan lejos de lo que podés llegar a vivir. Me acuerdo de un taller en el que te preguntaban qué harías ante una criatura que había estado muy enferma, y en otro, el enfrentarse a que el niño pueda tener algún tipo de problema porque la mamá durante el embarazo era alcohólica. La primera serie de talleres es un poco para decirte: 'mirá que no todo es color de rosa'”, relata Raúl.

Concluido esos talleres, que llevan alrededor de medio año, vienen otros, llamados de formación. Entre una etapa y esta otra puede pasar un año y medio. “La segunda agonía”, la describe. Para Raúl y Analía, como cualquiera del Interior, significaba seguir viajando a Montevideo (dicen que en ese tiempo fueron a la capital unas 35 veces). “De nuevo a lo mismo”, aunque ya dentro del RUA, el Registro Único de Aspirantes del INAU.

Esta instancia apunta a que quede claro que no se va a un restaurante “donde te muestran el menú”. “Ellos te van tanteando y obligando a decir a lo que estás preparado y dispuesto. El taller de formación sirve para que reflexiones con el asistente social y el psicólogo del INAU”. Allí comienza a definirse el perfil del niño que se quiere adoptar, como la edad y las características (“los bebés demoran”, aclara), y se prosigue profundizando en que la realidad del chico “es inesperada”.

“Frente a eso te van dando grandes lineamientos porque las situaciones son un montón. Muy particulares según cada realidad. Lo que intenta el taller es tirarte claves para que puedas manejar esas realidades. Había una charla que giraba alrededor del nombre, que es una de las pocas cosas que tienen estos chiquilines y que les da identidad. Otra sobre las caras y expresiones. Otra sobre la parte legal, también sobre los primeros días y cómo leer lo que hace el chiquilín”, explica Raúl.

Esta pareja dijo desde el comienzo que pretendía adoptar dos niños, “si eran hermanos mejor”, y que hasta los tres años de edad “estaba bien”. Del sexo de las criaturas no hicieron ningún planteo. Y así, pocas semanas después de haber terminado el último taller, los llamaron para decirles que tenían “una historia” --en la jerga del INAU-- para ellos. Que estaban los niños. “Llegaron, llegaron”, gritaba Analía cuando atendió el teléfono y oír la buena nueva, y el aparato se le cayó “de la emoción”, rememora Raúl.

A poco de esa comunicación, de vuelta a Montevideo para escuchar lo que tenían que decirles acerca de dos hermanos, una niña de 4 años --por cumplir 5-- y un niño de 3. Una vez que se interiorizan acerca de los pequeños, los postulantes a adoptar tienen que decidir si aceptan o no --se les da un tiempo para deliberar si lo desean--, pero en el caso de Raúl y Analía no hubo mayores dudas. Dijeron que sí. Habían arribado a la meta y no se iban a echar para atrás.

“Hacía mes y medio que habíamos terminado la parte formal. Ahí te presentan todos los antecedentes sin decirte nombres ni mostrarte fotos. Después que te cuentan todo, te dejan un tiempo para conversar en privado si querés hacerlo, si no le das la devolución ahí. Si decís 'dale vamos', te dan vuelta las fotos y te dicen te presento a... Nos miramos y nos dijimos: 'ya está'”. Dijeron que sí, un sí rotundo.

Otra espera: ahora de un mes para ir a recibir a los chicos, que vivían en un hogar del INAU en otro departamento. “Hay que acomodar a los gurises y a la institución, porque ellos no dejan de ser una gran familia, no es fácil el desprendimiento”, cuenta Raúl.

Como hacen con todos los adoptantes, adonde acudían Raúl y Analía viajaron personas del Departamento de Adopción del INAU. “En un primer momento todo resulta bastante tenso, es difícil de imaginarte en lo previo qué puede pasar. Primero, te presentan al director del hogar. Todo es una mezcla de impaciencia, de dudas, sobre qué harán los niños, qué hago yo. En los talleres te cuentan que siguiendo los gustos de los chicos podés llevarle algún regalo. Nosotros les llevamos una foto nuestra en la playa, otra del auto y una del perro”.

Y continúa Raúl: “Luego nos contaron algún detalle más y fuimos a un salón de clase. Ahí quedamos esperando los dos, con la asistentes de Montevideo, y por allá vinieron los niños. Y fue muy cómico porque ella se mostraba mucho más desinhibida y enseguida empezó a jugar conmigo, a tantearme, a pellizcarme. Y él era más tímido. Jugaba carreras gateando con Analía. Después de un tiempo de jugar ante la presencia del director, el maestro, de otra persona del hogar y de los tres funcionarios de la INAU, quedamos nosotros cuatro. Más tarde, fuimos con los muchachos del INAU a jugar a una plaza. La función de ellos era un poco cuidarnos a todos, y si se armaba algún despiole, que por lo menos los niños tuvieran un referente conocido para ayudar”.

Fueron tres días en esa ciudad, con la cada vez menor presencia de los funcionarios del INAU a la medida que pasaban las horas. “La juntada” resultó ágil y “mejor de lo pensado”, además. “Ahí vino la primera sorpresa, porque en la primera noche ya nos dijeron de llevarlos al hotel. Al segundo día teníamos que pasar por el hogar, pero nos llamaron que no fuéramos y nos quedamos en el hotel porque estaba lloviendo”, describe Raúl. De todos modos, esa tarde acudieron al hogar porque les hacían las despedidas a los chicos, “un momento muy emocional”. “Se abrazaban los gurises, no querían soltarlos, fue tremendo”.

Entonces cayó el momento de venirse a Paysandú. La verdadera prueba. Era abril de 2015. “Ahí arrancaron las cosas desconocidas. Para cualquier papá o mamá primerizos, siempre hay cosas desconocidas. En nuestro caso, vimos un montón de comportamientos raros. Hay que tener mucha paciencia. Justo coincidimos que una de las muchachas de Montevideo que hacía el seguimiento era sanducera, lo que te daba un ida y vuelta mucho más familiar. No es que todo fuera problemático, sucedió que acá habíamos cambiado la realidad de dos niños de un día para el otro”.

Raúl afirma que no tuvieron “grandes problemas” a medida que la adaptación avanzaba. Para mayor dinámica, más de un año después nació un hijo del matrimonio. “Se notó. Los gurises son muy sensibles a cualquier tipo de cambio, con todo lo relacionado a la emoción y al sentido de pertenencia”, dice él.

Con los dos chicos adoptados tuvieron algún inconveniente con el nuevo apellido, porque “no te lo cambian en todos lados”. “Se olvidan de ese detalle y ellos (por los niños) saben el otro apellido. Y lo tienen acá todavía”, asegura Raúl tocándose el corazón. “Eso nos pasó y nos pasa. Esas cosas que tienen que ver con la pertenencia y la emoción, han sido de las cosas más delicadas. No por rechazo, eso nunca. Más por el miedo de quedarse solo de nuevo. Porque nunca hubo un problema de integración. Los temas han sido normales de familia, de cualquier relación de padres e hijos”.

La última perla del proceso de adopción la conforma la parte judicial. Al tiempo que van teniendo encuentros de seguimiento, de una etapa que le llaman de integración, comienza el juicio para que los chicos conformen definitivamente la nueva familia. “Es otra tontería que tiene hoy el proceso”, se queja Raúl.

“Estás más o menos un año con una tenencia. En la parte judicial el niño vuelve a enfrentarse a lo mismo, y hay que volver a demostrar lo que se demostró en el INAU. Es muy violento para el niño encarar al juez. Es un juicio normal: estás vos, el fiscal, el juez y los chiquilines. Tenés abogado y el abogado de los chiquilines. Pagás dos abogados”, detalla.

Sigue: “Y agarramos un fiscal que ese día estaba medio cruzado, al que se le antojó entrevistar a los gurises. Ellos tenían siete y seis años, era julio de 2018. Tuvimos una semana para preparar a los chiquilines. Por suerte, enganchamos una jueza que tenía gurises de esa edad, una crack. El día de la audiencia no podíamos entrar y teníamos un julepe... Los niños pasaron mal, pero fueron firmes y dijeron que querían volver donde estaban”. Con esa última instancia y papeleos posteriores, finalizó la odisea para garantizar la adopción. Luego de un proceso judicial “que te remueve todo” llegó al fin la tranquilidad de cerrar esa etapa. Y a mirar para adelante.

(Foto: Milton Cabrera)


A casa desde la calle

“Surgieron”. Así resumieron Esteban y Claudia como llegaron sus dos hijos adoptivos: hoy ella tiene 16 años y él 13. La pareja había dado el paso de inscribirse en el INAU pero nunca los llamaron. Esto en 2003. Antes, en 2002, habían intentado en Salto poder ser papá y mamá a través de un tratamiento, pagado de su bolsillo y de la ayuda de familiares y amigos. Todo resultó en vano.

La vida les tenía reservado otro destino. O ellos como destino de dos vidas. A través de unos amigos supieron de Cecilia --de dos años por entonces--, desamparada por su madre. Esta mujer había dado con un compañero de trabajo de Esteban y Claudia, que le entregó a Cecilia con intenciones de conseguirle una familia donde vivir.

“Y hablando entre nosotros, como estábamos esperando por otras vías, la llevamos”, cuenta Esteban. Lo primero que hicieron fue asesorarse con un abogado para encadenar el aspecto legal. El doctor en leyes les recomendó enseguida que buscaran a la madre para “conseguir una firma” que avalara la situación. Dieron con ella, no sin dificultad, y le pasaron la dirección del abogado, para que pusiera su rúbrica y luego acudir al juzgado “y hacer los papeles como corresponde”.

Pero la madre de Cecilia no se apareció a firmar, en cambio, sí lo hizo para presentarse en el juzgado y pedir si podía dejar a sus otros tres hijos en el INAU. “¿Qué pasó? En el juzgado preguntaron dónde estaba Cecilia. Y ella responde: se la di a una pareja; acá tengo el número del abogado”, relata Claudia.

A los 15 días arriba un oficio al despacho del abogado para que asistieran con la niña, que a esa altura ya había empezado a concurrir al jardín. “Nos trataron como criminales en el juzgado, como si hubiéramos robado a la chiquilina. La abogada que la defendió nos dijo de todo, que nos estábamos abusando. Nosotros queríamos adoptar y la madre tenía intenciones de darla en adopción. El tema es que nunca firmó en su momento y se dio la situación esa”, dice Esteban. El INAU intervino y les quitó a la pequeña.

De ese modo, Cecilia comenzó a vivir en el hogar infantil con sus otros hermanos y, en un primer momento, pensaron que “no había manera de recuperarla”. “Pero decidimos empezar a ir a verla, aconsejados por el abogado y con el permiso de la directora” del hogar, prosigue Esteban.

“Cecilia en esos días retrocedió. Un día la directora nos preguntó hasta cuándo íbamos a seguir yendo y nos sugirió salir a buscar a la mamá, la que nunca iba a visitar a los hijos. La rastreamos y la encontramos por allá en el campo. Hablamos con ella y nos dijo que no quería quitarnos a la nena y que quería que tuviera una familia. 'Les hago todos los papeles que quieran, no tengo problemas que esté con ustedes', nos dijo. Ahí fuimos y pedimos una audiencia urgente”.

En un primer instante, se la cedieron con una tenencia provisoria y debían llevarla al hogar infantil dos veces por semana, para que la madre la viera allí. Pero la mamá jamás apareció. A continuación, el INAU elevó un informe y al cabo de un año les cedieron una tenencia fija. “Iniciamos entonces el proceso para cerrar la adopción y el cambio de nombre. Eso nos llevó hasta que estuvo en sexto de escuela, cuando tenía seis años”, dice Esteban. Pero ya Cecilia no se movió de su casa.

Faltaba, de todo modos, un integrante más. “En 2007 adoptamos a Martín”, recuerda Claudia. Se enteran que había un bebé que querían entregar en adopción “al primero que encuentren”. Tenía tres meses y “a morirse en horas”. Con sarna, deshidratado, desnutrido y golpeado. Convulsionando. “Lo tenías que agarrar así, pobrecito”, asegura Esteban haciendo el gesto de tomar algo delicado, muy delicado. “Nos jugamos porque íbamos presos si le pasaba algo”.

“En aquel entonces, nos atendió en Siet una doctora que tiene hijos adoptivos; ella terminó el turno y apareció para darnos una mano. Nos comentó que si llevaba al nene al hospital se quedaría solo y se moría, porque estaba necesitando amor. Lo bañamos, lo pusimos sobre el pecho. Le tomábamos el pulso a cada rato, le dábamos la mema cada 20 minutos, con cuentagotas. Comenzó a mejorar. El niño pasó de estar a morirse a quedar un gordito cachetón y sano”, rememora Claudia con emoción.

Avisados por la experiencia anterior, se aseguraron rápidamente que la madre firmara la cesión en adopción de su niño. Sin embargo, las cosas no iban a transcurrir con mayor facilidad. “Presentamos el escrito con los datos directo en el juzgado, pero nos dieron una audiencia a los 10 meses”, prosigue Esteban.

Para su sorpresa, la madre se apersonó en esa cita y les pidió el niño porque el padre, que estaba en la cárcel, lo quería ver. “Ahí fue donde cambiamos de abogado, porque el que teníamos en vez de describir las condiciones en que estaba la criatura cuando la encontramos solo presentó un escrito de una carilla. Teníamos fotos, todo”.

Esteban se encargó de acercar a Martín al padre, al que le detalló la historia de su hijo, de la que “no sabía mucho”. El pequeño, con el cambio de hábitat, lloró toda la noche. “Tomaba medicación y una leche especial, y había un montón de cuidados que tener con él. Ellos no tenían los medios y aparte les molestaba el nene”, rememora Claudia. Al otro día, el padre de Martín le dijo a los adoptivos que se los iba a dar. “El corazón me empezaba a latir de nuevo”, asevera Esteban.

Pero con algunas condiciones. Que Martín pasara las noches con Esteban y Claudia, pero que de día volviera con el padre y la madre. “Ellos no se ocupaban del niño”, aseguran. La ropa lavada y planchada, los pañales, el agua, la leche, todo se encargaban Esteban y Claudia. Así, transcurrieron tres semanas.

“Mientras nosotros les mandáramos se manejaban. El abogado nos dijo que si queríamos recuperar al nene, que no les enviáramos nada. Lo hicimos, pero la sufrimos porque Martín empezó a enfermar, con diarrea y deshidratación, cuando venía de estar cuidado como un cristal. Entonces decidimos internarlo y pasamos la fiestas (de fin de año) con él”, destaca Claudia.

Esteban le avisó al padre que el chico estaba “cada vez peor”. “Entonces, me dice: 'enfermo no me lo dejes'”. En el hospital los padres biológicos nunca pasaron a ver cómo se encontraba Martín, beneficiado, eso sí, por el cariño de sus padres adoptivos.

El Hospital Escuela del Litoral, que se encargó de pasar el asunto al juzgado, hizo que se quedara internado hasta que abriera la feria judicial, cerrada por la época estival. “Se portaron muy bien, tenemos a Martín gracias al hospital. Cuando abrió la feria nos fuimos y ahí la misma jueza que nos sacó a Martín, llamó a la madre y le dijo: 'así tenías a tu hijo, lamento habértelo entregado'”, afirma Claudia. “Nos dieron la tenencia provisoria con visitas de la madre. Si la madre cumplía se le reintegraba el niño, pero la madre no fue nunca. Ahí iniciamos el proceso que terminó siendo más rápido” en comparación al de Cecilia.

Los chicos, plenamente incorporados a la familia que formaron Esteban y Claudia, conocen su pasado y origen. La pareja, que luchó por mantenerlos unidos, se enorgullecen del camino recorrido, aunque llaman la atención del proceso que toma completar el acogimiento.

“La adopción es una gran aventura, pero facilitaría que se acortaran los tiempos. Lo que se padece como padre adoptivo con la espera, esos años en que existe la posibilidad de que la madre se arrepienta. Lo tuvo y lo da, pero todavía tiene tiempo de arrepentirse. Nadie ve el lado de los padres adoptivos, la necesidad de formar una familia y cambiarle de vida al niño”, redondean a modo de reflexión.

(Foto: Milton Cabrera)


En la espera

En setiembre se cumplirán cuatro años desde que se inscribieron. Mariano y Raquel hicieron todo lo que el INAU contempla en el procedimiento y ahora solo queda aguardar por la llamada que les avise que existe una “historia” para ellos.

“Primero nos anotamos, después al año y medio nos citaron para hacer las primeras entrevistas, los talleres que le llaman”, menciona Raquel. Esos viajes a Montevideo se lo costearon ellos en un principio, desconociendo que hay una ayuda en pasajes para los que viven en el Interior. “No te informan mucho. No sé por qué. No sabíamos que daban una ayuda económica si sos del Interior. En una de las charlas, nos enteramos de eso por una pareja de Tacuarembó. Ahí averiguamos, hablé con la asistente social y nos dieron los pasajes”.

Como relataron Raúl y Analía, se vieron inmersos en escuchar duras historias de los niños internados en el INAU, “nada suavecito y siempre todo complicado”. “Te ponen en grupos, te presentan historias de un niño de tres años que ha sido maltratado por su padre o su padre no lo conoce. Te preguntan qué sentís, qué sensación tenés, qué harías; siempre lo mismo, no cambian las preguntas. Todas pálidas, no sé si es para que te canses y para saber si estás apto para adoptar”, continúa Raquel.

Ellos también tuvieron un receso prolongado hasta iniciar los talleres más individualizados, los de formación. Esto lo terminaron en marzo pasado. Pero a fines de 2019 los hicieron viajar a Montevideo para informarles que habían sido ingresado al RUA (Registro Único de Aspirantes), paso decisivo para llegar al objetivo. “Solo para decirnos eso. Nos felicitaron y nos volvimos”, dice Mariano.

Antes de entrar de lleno en este proceso, Raquel probó ser madre vía fertilización in vitro. Algo que se le escapó nombrar durante uno de los talleres, y que puso en peligro el rumbo hacia la adopción. “Me dicen que así no podemos seguir y que vamos a tener que esperar hasta que resuelva lo mío: una cosa o la otra. Les respondí que no me entendían, que no quería seguir con la fertilización, y que por algo me anoté (para la adopción) y por algo estamos en este camino”, enfatiza Raquel.

Entre las condiciones que solicitaron al INAU para adoptar un niño, pidieron que sea uno de 0 a 1 año, sin importar si es varón o nena. “Va a llegar cuando tenga que llegar. Es tanto el proceso y tantas las charlas que te hacen...”, dice con cierta resignación. “Hay que tener aguante”, remarca. Y sí que lo han tenido. Ahora, cabe esperar. Ya sonará el teléfono.


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